lunes, 3 de junio de 2013

Nixon y Reagan

Tomado de Juan Francisco Fuentes y Emilio La Parra - Historia Universal del siglo XX.

A lo largo de los años setenta, la distensión iniciada en 1963 había hecho evidentes progresos: Ostpolitik del canciller federal Willy Brandt, que supuso un principio de reconciliación entre las dos Alemanias (1970-1973), comienzo de la normalización de relaciones entre China y Estados Unidos (1972), firma del tratado SALT I (1972), fin de la guerra de Vietnam (1975), conferencia de Helsinki (1975), acuerdos de Camp David entre Israel y Egipto, bajo los auspicios de Estados Unidos (1978), y firma del tratado SALT II entre las dos superpotencias (1979). La invasión de Afganistán por la URSS en 1979 y la posterior negativa norteamericana a ratificar el acuerdo SALT II marcan el punto de inflexión entre el fin de la coexistencia pacífica y la vuelta al espíritu maniqueo de la Guerra Fría.
Vistos desde Estados Unidos, los últimos años de la distensión cabalgan entre una administración republicana, primero con Nixon y luego con Ford, y la efímera administración demócrata correspondiente al mandato del presidente Carter (1976-1980), colocado entre dos dilatados períodos de hegemonía republicana (1968-1976 y 1980-1992). Cabe preguntarse si esta
especie de interregno demócrata hubiera existido de no haber mediado el escándalo Watergate, que terminó con la dimisión de Nixon en 1974, dos años después de que se produjeran los hechos que se le imputaban. En 1972, cinco empleados del Partido Republicano fueron detenidos por haber espiado al Partido Demócrata, que se encontraba celebrando en Washington, en el hotel Watergate, su comité nacional preparatorio de las elecciones presidenciales de aquel año. La Casa Blanca negó cualquier relación con el asunto, pero las revelaciones que empezó a publicar el Washington Post, fruto de unas filtraciones anónimas llegadas por correo, ponían al descubierto la existencia de un oscuro plan de apoyo al presidente Nixon, dirigido desde la Casa Blanca y con implicación de importantes personalidades del staff presidencial. El cerco en torno al presidente se fue estrechando. En octubre de 1973, la Cámara de Representantes inició un proceso para la destitución del presidente (impeachment). A lo largo de aquel año, el índice de popularidad de Nixon había bajado del 70% en el mes de enero, coincidiendo con la firma del acuerdo de paz para Vietnam, al 25% en octubre (Kaspi, 1998, 543). La magnitud de la batalla jurídico-política que tenía que librar para salvar el cargo decidió finalmente a Richard Nixon a presentar su dimisión el 9 de agosto de 1974. El caso Watergate demostró cuanta razón tenía aquel rival político que en 1950 había puesto al joven Nixon el apelativo de Tricky Dick (Dick el Marrullero).
En los últimos dos años de su teórico mandato, la presidencia quedó en manos del hasta entonces vicepresidente Gerald Ford, que habría de mostrarse incapaz de poner fin a la "larga pesadilla', según sus propias palabras, vivida por el país entre 1969 y 1974. Dadas las circunstancias en que se celebraron las presidenciales de 1976 y el nulo carisma del propio Ford, la corta diferencia que dio el triunfo al demócrata Jimmy Carter -51 % de los votos, por un 48% de Ford- puede interpretarse como una reacción del electorado ante el bajo perfil político de Carter y un primer aviso sobre las dificultades que le esperaban en sus relaciones con la opinión pública norteamericana. Gobernador del Estado sureño de Georgia, donde poseía una plantación de cacahuetes, lector de Faulkner y hombre próximo a la Trilateral, fundada por David Rockefeller en 1973, Jimmy Carter arrastraría durante todo su mandato el pesado lastre de sus malas relaciones con el establishment de Washington y de las tendencias de fondo que parecían imponerse en la sociedad norteamericana en los años setenta, claramente opuestas a sus iniciativas liberales y reformistas, por ejemplo, en materia de derechos humanos y en su actitud hacia América Latina.
Y es que el caso Watergate, en sus múltiples derivaciones, había dejado secuelas muy duraderas en la política interior norteamericana. Algunas de ellas tenían un alcance que iba mucho más allá del propio ámbito de la democracia americana, porque planteaban viejos interrogantes sobre todo un haz de cuestiones clave relativas a la naturaleza del poder y la democracia: la corrupción política, propiciada, en parte, por el encarecimiento de las campañas electorales, el funcionamiento de las instituciones, los mecanismos de control del poder y, especialmente, la influencia política de los medios de comunicación, uno de los cuales hizo posible que el escándalo Watergate llegara a conocimiento de la opinión pública. Aunque el desenlace del caso podía dar pie a una interpretación optimista -los controles sobre el sistema habían funcionado-, en la reacción de la opinión pública norteamericana pesaron mucho más los evidentes elementos negativos del Watergate, que encontraban además un clima propicio en el comienzo de la crisis económica y, sobre todo, en la desmoralización de una sociedad que estaba en plena digestión de la derrota norteamericana en Vietnam. Las encuestas de aquellos años demuestran un desprestigio sin precedentes de los principales pilares del sistema político: los partidos tradicionales, el Congreso, la Casa Blanca... En concreto, el rechazo a los partidos políticos llegaba hasta el 40% de la población. En 1976 sólo el 9% de la población declaraba tener confianza en la Casa Blanca, lo que, curiosamente, representaba la mitad del porcentaje registrado en 1974, en pleno Watergate. Este último dato, lo mismo que la sorprendente caída de la confianza en la prensa escrita (35% en 1974 y 18% en 1977), indica hasta qué punto la crisis del Watergate no se había cerrado con la marcha de Nixon, sino más bien todo lo contrario, y había afectado incluso a aquellas instituciones y poderes que provocaron la dimisión del presidente (Velga, Da Cal y Duarte, 1997, 255; Kaspi, 1998, 549).
El nacionalismo herido de amplios sectores de opinión y su creciente hostilidad a las instituciones democráticas, alimentada por el caso Watergate, pero también por el aumento de la delincuencia y las dudas sobre la eficacia del sistema judicial frente al crimen eran un buen caldo de cultivo para un discurso ultraconservador que desde los tiempos del macartismo había quedado eclipsado por el populismo de los demócratas y por el pragmatismo de los republicanos, desde Eisenhower hasta Nixon. La dimisión de este último y la mala imagen pública de Carter dieron nuevas posibilidades al resurgimiento de un conservadurismo de corte ultranacionalista.
Para estos sectores de la sociedad americana, los logros de la distensión eran otras tantas claudicaciones de Estados Unidos ante el enemigo soviético. "Esta nación", había afirmado Ronald Reagan en 1976, cuatro años antes de su arrolladora victoria electoral, "se está convirtiendo en el número dos en un mundo en el que ser segundo es peligroso" (cit. Powaski, 2000, 247). La sensación de que el país estaba perdiendo poder y presencia internacional era ampliamente compartida. Estados Unidos, escribía el New York Times el 4 de julio de 1976, segundo centenario de la independencia, empezaba el tercer siglo de su historia "todavía como la nación más poderosa, pero no ya como el árbitro del mundo" (cit. Adams, 1985, 418). Ese estado de opinión extrañaba, sin embargo, algunas paradojas, como por ejemplo, el rechazo que la gestión de Henry Kissinger, hombre de conocidas convicciones anticomunistas, provocaba en los segmentos más tradicionales de la opinión pública, contrarios tanto a la hiperactividad diplomática de Kissinger como a la supuesta pérdida de influencia de Estados Unidos en el devenir de la política mundial. Era muy difícil, efectivamente, aunar el renacido sentimiento aislacionista del país con el deseo de muchos norteamericanos de que Estados Unidos mantuviera su liderazgo en el mundo occidental y ejerciera un papel activo frente al supuesto expansionismo soviético.

(...)
Cuando Ronald Reagan juró su cargo de presidente de Estados Unidos en enero de 1981, hacía casi dos años (mayo de 1979) que el Partido Conservador había obtenido el poder en Gran Bretaña tras una clara victoria electoral sobre los laboristas. La nueva primera ministra, Margaret Thatcher, conocida ya en la política británica como la dama de hierro por la firmeza de sus posiciones derechistas dentro del propio Partido Conservador, pasó a ser la primera mujer en desempeñar un cargo semejante en el mundo occidental. Entre ella y Ronald Reagan hubo desde el principio una perfecta sintonía no sólo en política internacional, con su apuesta por el rearme y el fin de la distensión, sino también en su política interior, especialmente, en materia económica. La historia de los años ochenta estaría marcada por el sello fuertemente conservador que ambos imprimieron a sus mandatos: entre 1979 y 1990, la premier británica, y entre 1981 y 1988, el presidente Reagan, aunque la hegemonía conservadora y republicana en uno y otro país se prolongó todavía algunos años. (...)
La personalidad de Ronald Reagan y su notable popularidad -al final de su mandato, un 68% de los norteamericanos sondeados por el New York Times aprobaban su gestión- se entienden mucho mejor si tenemos en cuenta algunos aspectos fundamentales de su biografía. Nacido en
Tampico (Illinois) en 1911, en el seno de una familia modesta, tras concluir sus estudios en 1932 inició su dilatada relación profesional con el mundo de la comunicación y del espectáculo, primero en la radio y muy pronto en el cine. Especializado en personajes secundarios en películas del Oeste, a lo largo de sus treinta y tres años de carrera cinematográfica llegó a rodar cincuenta películas. En 1947 fue elegido presidente del sindicato de actores, un cargo cuya importancia se puso muy pronto de manifiesto con el comienzo de la caza de brujas. Fue entonces cuando el nombre de Reagan empezó a brillar con luz propia como delator de compañeros de profesión sospechosos de comunistas. Pero su ejecutoria en los duros años del macartismo, colaborando estrechamente con el Comité de Actividades Antiamericanas, no tuvo continuidad en la política nacional hasta su tardío ingreso, en 1962, en el Partido Republicano. Cuatro años después era elegido gobernador del Estado de California, que se encontraba entonces en plena revolución hippy. Fue reelegido abrumadoramente en 1970, y en vísperas de las presidenciales de 1976, contando con el apoyo del ala derecha de su partido, quiso disputar al presidente Ford la nominación como candidato republicano, pero su asalto a la Casa Blanca tuvo que esperar otros cuatro años. Para entonces, la situación estaba ya madura para el triunfo del discurso ultraconservador que venía encarnando desde los años sesenta. Su victoria sobre Carter en 1980 fue abrumadora.
En su condición de ex actor podemos ver el origen de su principal cualidad como gobernante: el don de la comunicación, algo de lo que manifiestamente habían carecido los últimos presidentes de Estados Unidos. La participación en el macartismo como delator y testigo de cargo sería su primera contribución a la causa del anticomunismo y el comienzo de su dilatado cursus honorum dentro del sector más conservador del establishment americano. Algo parecido se puede decir de su paso por el cargo de gobernador de California, en unos años en los que encarnó una temprana reacción conservadora frente a la revolución moral y cultural propia de aquella época, y de la que el Estado de California era uno de los principales focos. Aunque, como veremos en seguida, la administración Reagan puso un especial énfasis en la política exterior y de seguridad, la vida de la sociedad americana se vio también profundamente alterada por la revolución conservadora impulsada desde la Casa Blanca y atemperada a duras penas por un Congreso en el que los demócratas, pese a todo, seguían teniendo mayoría. Si la agresividad que marcó la política exterior reaganiana pretendió ser el antídoto definitivo del síndrome Vietnam, su defensa de la moral puritana y del individualismo económico puede verse también como una doble reacción contra el pasado, tanto contra el legado de permisividad y tolerancia que los años sesenta introdujeron en las costumbres y en el estilo de vida americano, como contra el reformismo social y el Estado-providencia heredado del New Deal rooseveltiano, que tanto había admirado el propio Reagan en su juventud. También en Estados Unidos, la nueva política económica -recortes fiscales, reducción del gasto social, liberalización del mercado de trabajo- desactivaba aquellos mecanismos de previsión social y redistribución creados tras el crash del 29. Dicho de otra forma, a la crisis económica iniciada en 1973 -e intensificada a partir de 1979, aunque por poco tiempo- se respondió dándole la vuelta a la política intervencionista con la que se había combatido la recesión de los años treinta y poniendo fin al consenso social de la Edad dorada.
Ahora bien, sólo el espectacular despliegue de la política exterior norteamericana en los ochenta y la popularidad personal del presidente, acrecentada tras el atentado sufrido en 1981, consiguieron disimular las profundas contradicciones en que estuvo sumida la economía de Estados Unidos en esta época. En realidad, el alto coste financiero de los objetivos exteriores de la política reaganiana condicionaba hasta tal punto la economía nacional que, lejos de cumplirse el reto del equilibrio presupuestario, el déficit público aumentó de manera incontrolado. La severa reducción de los gastos sociales a costa de los más desfavorecidos fue insuficiente para compensar el coste de la reforma fiscal y, sobre todo, el aumento del gasto militar. Impregnada de la filosofía ultraliberal de Friedman y de los principios de la revolución fiscal de A. Laffer, la política económica de la administración de Reagan fue, sin embargo, un extraño híbrido, que algunos han calificado como
keynesianismo de derechas, compuesto de fundamentalismo liberal, por un lado, y galopante déficit público, por otro (6,1 % del PNB en 1983).
Pero las contradicciones de la política reaganiana y el colosal esfuerzo presupuestario realizado en aras del rearme no impidieron una significativa recuperación económica al final del primer mandato de Reagan, recuperación que, por lo demás, alcanzó a todas las economías occidentales. La aceleración del crecimiento a partir de 1985 se vio perturbada, sin embargo, por la brutal caída de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1987, en una semana -entre el 15 y el 19- en que las acciones perdieron un 23% de su valor, con una inmediata repercusión en el resto de los mercados financieros (33% de caída en Hong-Kong, por ejemplo). El descenso de los índices superó incluso al del jueves negro de octubre de 1929, aunque el ciclo bajista fue mucho menos duradero que entonces y apenas tuvo incidencia en la llamada economía real. La rápida recuperación de los mercados llevaría a considerar la crisis financiera de 1987 más como un accidente en el funcionamiento del sistema, provocado por el aumento del déficit comercial americano, que como el principio de un cambio de ciclo. En realidad, las turbulencias vividas por los mercados aquellos días, repetidas con cierta frecuencia en los años siguientes, fueron más bien un síntoma de las tensiones generadas por el capitalismo informacional, todavía en fase de acoplamiento, desarrollado a partir de la revolución tecnológica de los años setenta. Los efectos perversos de la globalización económica, la informatización e interconexión de unos mercados hipersensibles a los cambios de tendencia y capaces de actuar en tiempo real -es decir, de forma inmediata y sin desfases horarios-, así como el peso abrumador del capitalismo financiero, más propenso a la especulación, sobre la economía productiva, más estable y previsible, serán las principales razones aducidas para explicar la serie de crisis bursátiles que jalona la tendencia alcista de los mercados en los años ochenta y noventa.
La era Reagan se puede contemplar también como una simple secuencia en un escenario histórico mucho más amplio y complejo que su doble mandato presidencial. Tuvo, en todas sus vertientes, un fuerte componente de irracionalidad y violencia, como si Reagan hubiera querido llevar a la vida real el espíritu pendenciero de los personajes que encarnó como actor y sublimar en su política ese "vivir peligrosamente", tan propio también del viejo Oeste, que ha marcado a menudo el devenir del mundo contemporáneo. Puede decirse que, en la era Reagan, el peligro acechaba en cualquier esquina. Al tiempo que el Imperio del Mal, tal como a él le gustaba designar a la URSS, parecía amenazar de nuevo la existencia del mundo libre, los automatismos incontrolados de los ordenadores podían provocar en cualquier momento el colapso de los mercados financieros. De repente, la conducta de algunos respetables miembros de la comunidad se había vuelto también imprevisible. Un columnista del New York Times se preguntaba en 1991 si era simple casualidad que ocho de los diez asesinatos en masa más importantes de la historia de Estados Unidos se hubieran producido en la década de los ochenta. El perfil de los asesinos solía coincidir en algunos rasgos significativos: varones blancos, de mediana edad y víctimas de un drama familiar o laboral reciente, como el divorcio o el despido del trabajo. De un lado, la reivindicación de la agresividad como factor de prestigio de la política exterior norteamericana -con un evidente correlato en los modelos culturales y mediáticos al uso- y, del otro, la crisis de las redes tradicionales de vertebración social, desde la familia patriarcal hasta el Estado-providencia, explican seguramente la carga de irracionalidad que subyace en las explosiones de violencia de las que fueron víctimas las sociedades occidentales en esta época, como reacción neurótico de los elementos más vulnerables de la comunidad.
El contraste entre la avasalladora autoconfianza nacional sobre la que construyó su discurso el reaganismo y la inseguridad creciente de amplios sectores de la población es, sin duda, uno de los hechos más sobresalientes y paradójicos de la era Reagan, inaugurada por el propio presidente con unas declaraciones llenas de malos augurios: "Acabamos de entrar en una de las décadas más peligrosas de la civilización occidental" (cit. Kaspi, 1998, 604). Tiene cierta lógica por ello que,
como elemento compensatorio a un Estado en crisis y como factor de cohesión nacional en la lucha contra el Imperio del Mal, su mandato se caracterizara también por la recuperación de los valores y símbolos religiosos. Así había sucedido ya en la fase crítica de la primera Guerra Fría, cuando el presidente Eisenhower había reafirmado la "trascendencia de la fe religiosa en el legado y en el futuro de América' y la divisa "In God We Trust' se había incorporado a los billetes de dólar (Saunders, 1999, 280-28l). Con todo, el cuadro de miedo, irracionalidad y puritanismo propio del fin del milenio estaría incompleto sin una referencia a la epidemia de sida originada en 1975, aunque no identificada hasta 1981. La rápida difusión del sida a lo largo de los ochenta tendría un valor no desdeñable como coartada de la ofensiva conservadora contra la permisividad moral y cultural heredada de los años sesenta.

jueves, 30 de mayo de 2013

Movimientos juveniles en la década de 1960 - trabajo con canciones

Bob Dylan - "The times they are a-changin' " (Los tiempos están cambiando)

Letra:



Come gather 'round people
Wherever you roam
And admit that the waters
Around you have grown
And accept it that soon
You'll be drenched to the bone.
If your time to you
Is worth savin'
Then you better start swimmin'
Or you'll sink like a stone
For the times they are a-changin'.


Come writers and critics
Who prophesize with your pen
And keep your eyes wide
The chance won't come again
And don't speak too soon
For the wheel's still in spin
And there's no tellin' who
That it's namin'.
For the loser now
Will be later to win
For the times they are a-changin'.


Come senators, congressmen
Please heed the call
Don't stand in the doorway
Don't block up the hall
For he that gets hurt
Will be he who has stalled
There's a battle outside
And it is ragin'.
It'll soon shake your windows
And rattle your walls
For the times they are a-changin'.


Come mothers and fathers
Throughout the land
And don't criticize
What you can't understand
Your sons and your daughters
Are beyond your command
Your old road is
Rapidly agin'.
Please get out of the new one
If you can't lend your hand
For the times they are a-changin'.


The line it is drawn
The curse it is cast
The slow one now
Will later be fast
As the present now
Will later be past
The order is
Rabidly fadin'.
And the first one now
Will later be last
For the times they are a-changin'.


Acérquense, gente
Donde sea que estén,
Y admitan que las aguas
Alrededor suyo han crecido
Y acepten que pronto
Estarán empapados hasta los huesos...
Si no quieren perder
su tiempo
Entonces mejor empiecen a nadar
o se hunidrán como una piedra
Porque los tiempos están cambiando.

Vengan escritores y críticos
Que profetizan con sus plumas
Y mantengan sus ojos abiertos
La oportunidad no se presentará de nuevo
Y no hablen demasiado pronto
Porque la rueda aún está girando
Y no se sabe a quién
nombrará...
Porque el que ahora es perdedor
Luego ganará
Porque los tiempos están cambiando.

Vengan senadores, congresistas,
Por favor escuchen la llamada
No se paren en la puerta
No bloqueen la salida
Porque aquél que salga herido
Será aquél que se quedó atascado
Hay una batalla afuera
Y está rugiendo...
Pronto hará temblar vuestras ventanas
Y sacudirá vuestras paredes
Porque los tiempos están cambiando.

Vengan madres y padres
A través de la tierra
Y no critiquen
Lo que no pueden comprender
Vuestros hijos e hijas
Están más allá de vuestro control
Vuestro viejo camino
Está envejeciendo rápidamente.
Por favor, salgan del nuevo
Si no pueden dar una mano
Porque los tiempos están cambiando.

La línea está trazada
La maldición está echada
El que ahora es lento
Luego será rápido
Como el presente ahora
Más tarde será pasado
El orden está
Rabiosamente desvaneciéndose
Y el que ahora es primero
Luego será último
Porque los tiempos están cambiando.


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Gil Scott Heron - "The Revolution Will Not Be Televised" (La revolución no será televisada) 
(aquí una versión con otra música)


Letra incluida en el primer video (en inglés y español). Aquí una traducción:

La revolución no será televisada

No podrás quedarte en casa, brother
No podrás enchufar, encender y desenchufar
No podrás perderte en la heroína y evadirte
Ni ir por una cerveza durante los comerciales
Porque la revolución no será televisada

La revolución no será televisada
La revolución no te será llevada por Xerox
En cuatro partes, sin las interrupciones de los comerciales
La revolución no te mostrará fotos de Nixon
Tocando una corneta y dirigiendo una acusación contra
John Mitchell, el General Abrams y Spiro Agnew con tal de comerse
Unas morcillas confiscadas en un santuario de Harlem
La revolución no será televisada

La revolución no te será llevada por el
Schaefer Award Theatre, ni por las estrellas Natalie
Woods o Steve McQueen, ni por Bullwinkle y Julia.
La revolución no le dará sex appeal a tu boca
La revolución no te quitará las agujetas
La revolución no te hará lucir cinco libras más delgado
porque la revolución no será televisada, brother

No habrá fotos de Willie Mays y tú
Empujando aquel carrito de compras cuesta abajo en una carrera desesperada
O tratando de deslizar aquel televisor a colores dentro de una ambulancia robada
La NBC no podrá predecir al ganador a las 8:32
Ni reportar desde 29 distritos
La revolución no será televisada

No habrá fotos de policías disparándole
A tus hermanos en The instant reply
No habrá fotos de Whitney Young siendo
sacado de Harlem en un vagón con un nuevo procedimiento de etiqueta
No habrá cámara lenta  ni instantáneas de Roy Wilkens
Patinando a través de Watts en un liberador mono deportivo rojo, negro y verde
Que él había guardado
Para la ocasión propicia.

Green Acres,The Hillbillies of Beverly y Hooterville Junction
No serán más tan puñeteramente relevantes, y
Las mujeres no se interesarán más por sí Dick finalmente se arregló
con Jane en Search for Tomorrow porque los negros
Estarán en la calle, en aras de un día más brillante
La revolución no será televisada.

No habrá titulares en el noticiero de las once
Ni tampoco fotos de mujeres liberales con brazos peludos
Ni de Jackie Onassis soplándose la nariz
El tema de la canción no será escrito por Jim Web,
Ni por Francis Scott Key, ni será cantado por Glen Campbell, Tom
Jones, Johnny Cash, Englebert Humperdink, o los Rare Earth
La revolución no será televisada.
.
La revolución no ocurrirá inmediatamente después de una noticia
Sobre un tornado blanco, un relámpago blanco o un hombre blanco
No tendrás que preocuparte por una paloma
en tu habitación, ni por un tigre en tu maletero, ni por un gigante en la taza de tu inodoro
La revolución no te hará mejor con Coke
La revolución no luchará contra los gérmenes que podrían causar mal aliento.
La revolución te pondrá en el asiento del conductor.

La revolución no será televisada.
No será televisada, no será televisada
La revolución no se postulará para la reelección
La revolución será en vivo.
 
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John Lennon - "Working class hero" (Héroe de la clase obrera)
(aquí la versión de Green Day - recomendable)

Letra incluida en los videos
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